EL ÚLTIMO RESPLANDOR DEL PAPA QUE NO RENUNCIÓ.

Después de leer la magnífica Crónica de Mamen y Xavier me permito hablaros de mis sensaciones, ellas son consecuencia de mi especial observación sobre los hechos y una determinada sensibilidad que me lleva por derroteros que hacen que confunda imaginación y realidad, respecto a el Papa Luna y sus últimos momentos terrenales.

Imagino pues, como el mar golpeaba las rocas bajo el acantilado de Peñíscola con la paciencia que tienen los siglos. Dentro del castillo, el viejo Papa caminaba lentamente por los corredores de piedra húmeda , apoyándose en su bastón de madera. Sus pasos resonaban, como si las paredes aún recordaran los cantos de los fieles que ya no estaban.

El mundo se había olvidado de él. En Aviñón, en Roma, en Constanza, los hombres habían decidido que su voz ya no contaba. Pero él, Benedicto XIII, Pedro de Luna, hijo de Aragón, jurista y creyente, no había renunciado. Ni podía, ni quería hacerlo.

Así, cada amanecer, cuando el sol surgía tras el Mediterráneo, subía a la terraza más alta del castillo. Allí, con la mirada fija en el horizonte, murmuraba sus oraciones. “Señor —decía—, no permitas que muera en la mentira de los hombres.”

Los sirvientes lo miraban con respeto y una especie de compasión silenciosa. Sabían que aquel anciano, encorvado por la edad y la fe, ya no gobernaba nada más que el viento y su conciencia. Pero su espíritu seguía siendo indomable. 

En la biblioteca, los libros que había reunido eran su última corte. Los tocaba con los dedos temblorosos, como quien saluda a viejos amigos. Escribía cartas que nadie leería, decretaba reformas que nunca se publicarían. Y aun así, lo hacía con solemnidad, como si el mundo todavía lo escuchara.

Una noche de invierno, el viento entró por las ventanas como una voz amorosa. Benedicto XIII, sentado en su cámara, sintió el peso de los años como una bendición. Cerró los ojos y pensó en Illueca, en su juventud en Montpellier, en los días de estudio, en la convicción de que Dios le había confiado una misión. Cuando las primeras luces del alba tiñeron el mar, ya no respiraba. A su lado, sobre la mesa, había un documento sin sello y una frase escrita con tinta desvaída: “Muere el hombre. No la verdad.”

Fuera, el mar continuaba golpeando la roca, esta vez con más violencia, como tratándose de una queja. Y entre los muros del viejo castillo, el nombre de Papa Luna comenzaba a convertirse en leyenda. El día que el Papa Luna murió, el castillo de Peñíscola quedó más vacío que nunca. Los sirvientes caminaban en silencio, como si temiera despertar su espíritu. En la cámara alta, donde aún ardía una vela, su cuerpo yacía envuelto en una capa blanca.

 Nadie se atrevía a quitarle la mitra: parecía dormido. Su pequeño círculo de fieles —teólogos, caballeros y escribanos— se reunió al anochecer en la sala del trono. Entre ellos, Gil Sánchez Muñoz, su secretario más leal, mantenía la mirada baja. Sabían que, fuera del castillo, el mundo ya no reconocía a ningún papa. Pero ellos, en Peñíscola, aún creían. —El Santo Padre no ha muerto —dijo Gil con voz firme—. Solo ha regresado a la verdad que defendía.

Decidieron velarlo durante tres días, con cantos y oraciones, como si aún gobernara la Iglesia universal. Al atardecer del tercer día, cuando el sol se fundía con el mar, ese sol y ese mar en que nosotros fuimos testigos en nuestro encuentro,  lo enterraron dentro de la capilla del castillo, entre muros de piedra y silencio.

En la lápida grabaron una sola palabra: Veritas. En los meses siguientes, la corte de Peñíscola fue vaciándose. Algunos regresaron a Aragón o a Valencia; otros fueron llamados por Roma y ofrecieron su sumisión al nuevo papa de la unidad. Pero unos pocos —una decena de hombres y mujeres— decidieron quedarse.

Cada día subían a la terraza donde Benedicto XIII rezaba. Aún estaba allí su bastón, apoyado en la pared, como si esperara su regreso. Con el tiempo, Gil Sánchez fue persuadido por algunos prelados para proclamarse sucesor: Clemente VIII, el último papa de la línea del Cisma de Aviñón. Lo hizo con pesar, sabiendo que ya nadie lo escucharía.

Una noche, solo ante la tumba de su maestro, murmuró: “Padre Santo... quizá teníais razón, pero el mundo ha elegido la paz antes que la verdad.” Después de eso, ordenó que todas las reliquias y documentos de la corte se guardaran bajo sello, “para que el tiempo juzgue con más justicia que los hombres.”

El castillo de Peñíscola se convirtió en una fortaleza vacía, habitada por recuerdos y leyendas. Los pescadores, al pasar de noche, decían ver una luz temblorosa en lo alto de la torre, como una vela que nunca se apaga. Aún hoy, cuando el viento sopla fuerte y el mar golpea las murallas, los habitantes de Peñíscola dicen que es el Papa Luna hablando con Dios —no pidiendo perdón, sino recordando su verdad.

Los siglos pasaron como la marea que se retira, lenta pero constante. El castillo de Peñíscola, antiguo refugio de reyes y Papas, quedó en silencio. El mar, fiel como un viejo confidente, guardaba su secreto. Los pescadores del pueblo, cuando salían a navegar de madrugada guiados por el faro, veían a menudo una claridad en la torre más alta. — Es el Papa Luna —decían—, que todavía reza por nosotros.

Poco a poco, aquella historia descendió de las murallas a las plazas, de los abuelos a los nietos y a todas las descendencias. Cada generación añadía un detalle, una frase, una leyenda. Unos decían que el viejo papa salía en noches de luna llena, caminando sobre las olas. Otros aseguraban que, si uno permanecía en silencio dentro de la capilla del castillo, podía oír el murmullo de una oración en latín. 

En Illueca, su pueblo natal, su memoria no se apagó. Los libros antiguos de los conventos conservaban su nombre escrito con trazos elegantes, y los eruditos lo citaban con respeto.” Pedro de Luna”, decían, “el papa que nunca renunció. “En el siglo XV, un viajero francés que visitó Peñíscola escribió: “He visto el castillo donde murió un papa que no quiso morir en la mentira. Aún se respira allí una fe que ningún decreto puede abolir.”

Con el paso del tiempo, la figura de Benedicto XIII dejó de ser asunto de teología para convertirse en un símbolo: el del hombre que defiende su conciencia ante el mundo. Los historiadores lo acusaron de obstinación; los poetas y filósofos, en cambio, lo vieron como un testigo de coherencia, un hombre que prefirió morir solo antes que traicionar lo que creía justo.

 A finales del siglo XIX, cuando los estudiosos redescubrieron sus cartas y decretos, alguien escribió en una revista aragonesa: “La historia no siempre premia a los vencedores. A veces, la verdad duerme en un castillo frente al mar.”

Y así, entre las piedras de Peñíscola y los archivos de Aragón, el Papa Luna sobrevivió a su propia muerte. Ni los concilios, ni los reyes, ni el paso del tiempo pudieron borrar su nombre.

 Cuando la luna ilumina el mar de Peñíscola, su luz parece venir de otro tiempo. Dicen que es la misma luna que brillaba en su escudo. Dicen que es el recuerdo de su fe. Dicen que es él —el Papa que no renunció. Y yo, tras la ventana del hotel, centenar de años de estos sucesos, intuyo en el aire una presencia extraña, cálida cercana que susurra palabras que no entiendo y no obstante me hacen feliz. 

Jaume Girbés